Hace cinco años llegué al valle de Benasque, sin sospechar que me iba a enamorar. Esa primera vez me trajo la literatura: había recibido una entusiasta invitación de mi amiga Felisa Ferraz para celebrar una tertulia en su librería El Estudiet. Hasta entonces, apenas había visitado los Pirineos. Todos los veranos y todos los inviernos sucumbía a la atracción del Mediterráneo, el mar de Ulises y las sirenas.
En Benasque descubrí un nuevo territorio mítico: los senderos y las cumbres donde Pirene se deshizo en lágrimas cuando Hércules la abandonó. De esos ojos y de esos llantos brotaron los ibones, y allí dicen que la chica murió de tristeza. Hércules, que en amor era pasajero del viento, dio su nombre a los montes, firmes como ella. Así lo cuenta la leyenda. O quizá podemos pensar que ella fue la primera apasionada de nuestras montañas, la primera que decidió vivir con altura, retozando entre ovejas y pastores. Prefiero imaginar que no estaba muerta, que andaba de parranda.
Tras los veranos de infancia mecidos por la canción de cuna del mar y las mareas, descubrí otro idioma de agua en las Gorgas de Alba y en las cascadas de Ardonés. En el Forau de Aigualluts, me detuve hipnotizada allí donde la tersa superficie del arroyo empieza a rugir y fluye en dirección al abismo. Recuerdo la quietud mágica de un gamo que nos vigilaba serenamente alerta mientras dejábamos atrás el Ibonet Batisielles, y los silbidos de una marmota bromista.
La montaña es un libro de piedra y agua, que guarda memoria de todos los viajeros que la recorrieron, la huella del pasado y sus pasos. Cuando Unamuno emprendió su ascenso al pico Salvaguardia en 1918, tal vez intentaba descifrar los secretos de esa lengua antigua. Pronto empecé a amar el reto de trepar y dejarme atrapar por los senderos, perder el aliento, sentir la montaña en las piernas, en la espalda, en la percusión del corazón. Extenuada, exultante. Antes de visitarla no podía imaginar la paz absorta de la ermita de El Rún. El placer de sentarme a leer entre las flores, junto al Ibón de Escarpinosa. En Anciles usé un árbol talado como trono de lectura. En Llanos del Hospital mi hijo lanzó al viento su cometa, escribiendo letras efímeras en el cielo. No olvidaré las tardes azules en Conques. El encuentro con un pastor lector en las praderas de Liri. Desde los ventanales de la Biblioteca de Benasque, un plateado mosaico de tejados.
Año tras año, el valle nos acoge en sus páginas de piedra, árboles e ibones. Regresamos a estas rutas y relatos para que la montaña nos siga contando sus leyendas antiquísimas con nuevos murmullos de viento y agua.
Irene Vallejo. Zaragoza, 1979
Escritora - Periodista
Atraída desde la infancia por las leyendas de Grecia y Roma. Irene Vallejo es filóloga y escritora. Licenciada en Filología Clásica, cuenta con un doctorado por las Universidades de Zaragoza y Florencia. Su labor se centra en la investigación y la divulgación de los autores clásicos, ha colaborado con los periódicos El País, Heraldo de Aragón o Cadena Ser en España, y en México ha publicado en Milenio y Laberinto, donde mezcla temas de actualidad con enseñanzas del mundo antiguo. Gracias a esto ha publicado dos libros que recopilan sus columnas semanales, El pasado que te espera y Alguien habló de nosotros. En el 2019 nació su ensayo El infinito en un junco, que ha recibido una extraordinaria acogida entre crítica y lectores, convertido ya en un éxito editorial internacional. Entre los reconocimientos que ha recibido se encuentra el Premio Nacional de Ensayo, siendo la quinta mujer que se galardona con este premio desde que se creó en 1975. Su publicación ha alcanzado 45 ediciones en España, se ha traducido a más de treinta y cinco idiomas y se está publicando en más de cincuenta países. Durante varios años Irene compatibilizo la escritura con la enseñanza, actualmente se dedica a la literatura, y participa en proyectos sociales como Believe in Art, que recrea el arte y la literatura en los hospitales infantiles.
Texto extraído de 'Hablemos, escritoras' https://www.hablemosescritoras.com/